domingo, 12 de febrero de 2017

BarceloNinas.

ANA.


Soy Ana, una chica normal y corriente.
Ni guapa ni fea, digamos que del montón. Eso sí,  creo que aún tengo un cuerpo joven y unas bonitas piernas. En parte se debe a las excursiones de fin de semana con el grupo de amigos de toda la vida, el del barrio.
Hace cinco que pasé de los treinta y... bueno. Aquí sigo, con mi trabajo en la gestoría, soltera y sin novio. Eso sí, con una hipoteca de “...me faltan veinte años para que el pisito de 70 m2 sea mío y solo mío...”.

Así es mi vida. Todo normal. Sin altibajos, sin altos y sin bajos. Mi último rollete fue hace... ¡tres años ¡ Coñe, si que ha pasado tiempo.
Fue con aquel estúpido de Juanjo, con su estúpida sonrisa de medio lado, sus estúpidas camisas con el cuello de punta y su estúpido peinado pelipunta.
Todavía no entiendo como fui a parar a sus brazos. Quizás la desesperación o porque Marta, mi amiga perenne, se acababa de enrollar con aquel gordo infame y sudoroso de Carlitos.... y yo no iba a ser menos.
Total, aunque ambas llevábamos mas de treinta y dos meses bien contados a dos velas, nos podíamos pasar otros tantos sin tener que aguantar ridículos y presuntuosos machitos.
A fin de cuentas, me solucionaba mis puntuales instantes de necesidad, con un relajante bañito de espuma en mi bañera, con los ojos cerrados, mi extraordinaria y voluptuosa imaginación y esa cariñosa manita derecha que Dios y mis padres me dieron. Y pienso que Marta debía hacer otro tal.
A lo nuestro.
Estábamos con Juanjo el estúpido.
Marta, quizás bastante influenciada por la oscuridad de la discoteca, el ruido y sobre todo por los dos Martinis que se había soplado en menos de diez minutos, se achuchó con el gordito, y a mi me dio un ataque de rabia. O de envidia. O de yo que sé.
No era lo pactado. Nosotras no éramos de esas. El sexo compartido no formaba parte de nuestro diccionario y tampoco lo buscábamos.
 Pues bien. Cuando la vi tan subida, morreándose a Carlitos con hambre de naufrago de diez años en isla desierta y dejándose meter mano en los pechos, me alteré.
Juanjo estaba ahí, en la barra, sólo. Todo un gran atleta beodo, experto en el levantamiento de vidrio.
Ya le conocía. Era  del barrio de toda la vida y aunque nos teníamos vistos, nunca habíamos hecho ninguna aproximación para conocernos. Ni a mí me gustaba ni creo que yo le gustara a él.
Sin embargo, aquella noche sus glaucos ojos de besugo congelado en alta mar, me miraron con lujuria o por lo menos eso creí.

Me aproximé a él intentando ser valiente y sin más, le besé en la mejilla.
Hola -.
Hola, nena -,  me contestó dejando que una tonta babita descansara en la comisura de su boca. ¡ Que asco ¡ ¡ Que memo ¡  Pero ya estaba hecho. Un paso más y en la letrina. Pero... que mas daba.
-¿Te llamas? -
- Juanjo, bonita - , la liamos con las jotas ya que de forma inmediata, la ornamental  babita salió  eyectada hacia mis pestañas. Y sin darme tiempo a reaccionar, me agarró por la cintura y acercándose hacia mí,  atrapó mi boca con la ventosa de la suya.
Aconteció pues, uno de esos momentos en que el hombre deja de serlo para ser un simple burro.
En mi caso, burra. En vez de arrearle una coz en sus partes, me dejé llevar por  la situación y cedí entre sus garras.
El muy maldito, ausentes de su cerebro sensualidad y sentimientos, me agarró en típica acción de.... aquí te pillo, aquí te mato...., y se dedicó a exportar a través de su viscosa lengua, babitas, bacilos, bacterias y demás micro elementos.
Sus manos, - mas que manos, patas de pulpo - , subían y bajaban por mi cuerpo, apretando aquí y allá, sin orden ni concierto. Dejando morados donde antes hubo marfil. Pisando mi piel como un  salvaje Atila a lomos de un bisonte.
Al poco, me arrastró tirando de mi mano hacia el lavabo de señoras en donde entró sin vacilaciones. Y yo detrás.
Abriendo la puerta de uno de los compartimentos, entramos. Cerró la puerta tras de sí y colocó el pestillo. Y yo como tonta.
De inmediato, noté una de sus pinzas en mi entrepierna, allí donde tantas y  tantas veces y con tanta suavidad me había auto complacido bajo el aplauso de las burbujas de mi gel de baño.
-¿Que haces, so guarro? – espeté sin pensar.
Calla y come –,  respondió enseñándome una enhiesta y asquerosa salchicha que se balanceaba entre sus dedos y que había aparecido por arte de magia.
No. Así no era. Y menos con esta vulgaridad tan absoluta.
Mi reacción no se hizo esperar. Se la cogí, sí. Mejor dicho, se la agarré con fuerza.
Todo eso con la mano izquierda. Y haciendo equipo, mi mano derecha entró a fondo por la portería de su bragueta hasta apretar, aprisionar y atenazar sus testículos con todas mis fuerzas. Cada una de mis manos optó por una dirección diferente, inversamente proporcional a su natural idiosincrasia.
La derecha, a la izquierda. La izquierda, a la derecha. Y todo ello con un brusco y doble movimiento en espiral, físicamente incomprensible.
Él gritó. Gritó mucho. Me empujó. Le empujé. Me golpeó en la cara y en las tetas. Me hizo daño. Yo también a él. A pesar de sus golpes, no lo solté. Y seguí apretando.
Su estúpida cara se contrajo mientras de sus ojos besugueros, saltaban cascadas de dolor e impotencia.
Decidí acabar. Un empujón y un rodillazo. El remate para unos huevos al plato servidos poché.
Cayó al suelo.
-¡ Hija de puta, hija de puta ¡. ¡Mamá, mamá!.- dijo entre sollozos.
No entendí como invocaba a su madre en un momento a sí. Luego supe que la mayoría de los hombres se acuerdan de su progenitora cuando tienen dolor de huevos o se están muriendo. Al cuerno.
Cabrón de mierda -, contesté mientras me abalanzaba sobre el pestillo, entre nerviosa e histérica, dolida y triunfante.
Salí corriendo del lavabo buscando a Marta desesperadamente. Mis ojos, nublados por la humillación, la rabia y el dolor, la localizaron por fin en un sofá ubicado en una esquina de la disco.
Marta, la grandiosa Marta, la única, estaba vomitando hasta la partida de nacimiento encima de Carlitos, el gordito seboso.
Enormes y acuosas cantidades de materia salían de su boca sobre el adiposo pectoral del machito, sobre sus pantalones y sobre parte del sofá.
Él, con los ojos salidos de órbita, la miraba atónito y paralizado. Tras unos segundos  que semejaron horas, ella se irguió fresca y lozana.
- Carlos, vete y lávate que estás muy sucio.- comentó con toda naturalidad.
Acto seguido y con toda la dignidad que una mujer puede disponer en una situación como esa, se dirigió hacia mí limpiándose la boca con un pañuelo.
- Que asco de bebida. Que asco de tío. Y que asco de discoteca. ¡Nos vamos de aquí!-. De pronto, al ver la expresión de mi cara se asustó.
- ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho? Ana, cariño, ¿qué ha sucedido?.
Entre sollozos y en breves minutos, le expliqué mi sórdida experiencia sexual. Su primera reacción fue intensamente violenta. Entrar, buscar, golpear, morder,... En definitiva, ejecutar.
Pero poco después y tras unos segundos de silencio, se calmó.
Y me dijo, a modo de sentencia, con una voz lúgubre y un tanto dramática:
- Pongo a Dios por testigo que nunca hombre alguno volverá a mancillar nuestros cuerpos.-

(...seguirá...)


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