sábado, 2 de diciembre de 2017

EN EL TREN.


Hemos entrado en el vagón casi juntos, en una extraña y casual coincidencia del destino. Te he dejado pasar primero, tal y como corresponde al simple protocolo de urbanidad. 
Me has mirado con desprecio, altiva, haciendo uso de los malditos 5 segundos con los que las personas nos distanciamos. 
Yo he hecho justamente lo contrario. He admirado de forma instantánea tu altura y porte, tu fina y elegante cara y tus labios de mordisco sensible y cochinote.
La coincidencia sigue. Misma fila de asientos, tú a la izquierda, yo a la derecha.
Rediez! Instante supremo.
Te quitas tu largo abrigo y vislumbro tus piernas sin fín, increíbles, racionalmente tapadas con medias y una falda corta.
Te sientas y me percato que sabes que estoy observándote. Sabes que te miro porque te sientes medio diosa, medio diabla. Te pasa siempre con los hombres. Me desprecias.
De repente, estornudas. Fuerte y estrepitosamente. Sin poder evitarlo, de tu nariz emerge con fuerza una viscosidad muy poco sexy. Lo normal para los humanos, lo inconcebible para las diosas.
Con premura y medio a escondidas, extraes un pañuelo y retiras de tu hermosa cara tan feo elemento.
Yo, señor y caballero, emito un cordial... ¡Salud! 
Tú, sin mirarme siquiera, emites un minúsculo... ¡Gracias!

Voy a mirar por la ventana. El paisaje es mil veces más hermoso.